¡¡¡¡FELICIDADES!!!!El Sevilla FC cumple100 años

Pregón del Centenario del Sevilla FC, pronunciado por Antonio García Barbeito (Teatro Lope de Vega, Sevilla, 9/10/2005) No tengo cambio a la vista: sevillista yo nací y moriré sevillista. Si dibujo la Giralda y un cielo azul por arriba, la rocío de azahar y de vieja sangre artista, le pongo un río a sus pies y pongo versos de orillas, la pongo frente a la luz y hasta la luz siente envidia, y echo a rodar un balón por un Nervión futbolista, el fútbol se hace pasión que no golpea, acaricia. Blanquirrojea en el sur la pasión definitiva. Y por más que otros se empeñen en volcar ortografías y escriban siempre con be lo que es con uve inequívoca, esta ciudad, esta mujer, esta gloria fugitiva solamente tiene un nombre con siete letras: SEVILLA. Cien años cumples, mi amor, mas tienes la gran virtud de vivir en juventud como eternizada flor. Blanquirrojo tu color, vives del tiempo testigo. yo te sueño y te persigo con la única intención de dejar mi corazón cumpliendo siglos contigo. ¿Qué hago, enciendo cien velas y te pido: «Sopla, sopla», ¿o encargo al cielo una copla cantada por cien abuelas? Vístete de lentejuelas, y óyeme lo que te digo: hazle un sitio por tu abrigo a mi amor desmesurado: quiero quedarme a tu lado cumpliendo siglos contigo. Cientos de silencios tuyos se han venido hasta el octubre a ver si tu amor los cubre con su delicado arrullo. ¿Oyes, mi amor, el murmullo que está hoy aquí conmigo? ¿Oyes la emoción? Te obligo, lo merece esta afición, a que dejes su pasión cumpliendo siglos contigo. ¿Qué cielo quieres que baje a rodear tu cintura? ¿Qué jardín, de qué locura, para rizarte de encaje? Mira la pasión que traje en el nombre más amigo. Aquí siguen, aquí sigo, aquí estamos, a la vista, una pasión sevillista que quiere morir contigo. ¿Regalos de qué tamaños para celebrarte a ti, en qué alfombra andalusí paseamos tus cien años? ¿Con qué telas, con qué paños tu nombre no desabrigo, para que pueda tu trigo seguir dándonos espigas hasta donde tú nos digas, siglos tras siglos contigo? Déjame que hoy yo me vista, por lo de tu centenario, con mi traje de diario, mi condición sevillista. No se presta, se conquista tan preciada maravilla. Y es tan alta y tan sencilla, que para sentirme hombre a mí me basta tu nombre sonándome aquí: Sevilla. Señor presidente del Sevilla F.C., señores consejeros, señores del Comité Organizador, amigos, sevillistas, bienvenidos. Gracias. Como sevillista, nunca pude aspirar a más que estar hoy aquí. No estoy solo, me acompañan muchas personas, las mismas que me han ido trayendo, que me han traído. Me acompaña mi padre, tan lejano; me acompaña mi madre, tan sevillista («…Ni lo nombres, me ha dicho»), muchos amigos. Y mi sevillismo de la Aznalcázar de mi niñez, y el sevillismo del Gines de mi juventud, y el sevillismo de la cercanía al club, aquel sevillismo insomne que se inicia en los setenta en Pedro Marco y Gregorio, pasa por mi hermano Jesús jugando en el Sevilla Atlético, pasa por Radio Sevilla con Rosa Hidalgo del brazo y sigue hasta, hoy pasando por Pepe Castillo y cien sevillistas más. Le agradezco al club, al Comité organizador y al presidente este nombramiento, que me regala el honor de la palabra en una fecha tan señalada para el sevillismo. Me gustaría poder estar ahí abajo, si él viviera. Para disfrutar de la mejor prosa, de la pasión sin límites (y sin esconder su inclinación). Digo él y digo el que mejor escribía del Sevilla (y de más cosas), el que mojaba la pluma en el corazón y le salían trazos que llevaban puesta la camiseta del Sevilla. Si él viviera, yo no hubiese sido capaz de subir aquí, porque hay que ver cómo escribía y cómo era de sevillista. Seguro que en su cielo ya habrá convencido a Dios para que en el costado de la llaga lleve el escudo del Sevilla, porque para él era una llaga viva el escudo. Seguro que ha organizado una cantera en el limbo, con los angelitos, y allí se va por las tardes, en plan Pepe Alfaro, a ver si hay uno que destaque,o sea, que juegue como los ángeles- para ofrecérselo al club. Seguro que ya ha convencido a las siete mil Vírgenes para que medien y habiliten ,ni cielo, ni purgatorio ni infierno- una parcela ,la más hermosa grada alta- para cuando subamos los sevillistas. Hoy estoy aquí porque no está, y cuánto lo siento, mi admirado y querido José Antonio Blázquez. Pero estoy. Porque también me empujó hace más de un año el ánimo de mi querido Paco Artacho, que se empeñó en que yo fuera pregonero. Y más gentes, más amigos que están, que estáis, ahí sentado. Y como al César hay que darle lo que es del César (ya lo dice la Biblia: A Jorge lo que es de Jorge y al César lo que es del César), también me ha traído una palabra amiga, desmesurada, como todas las palabras amigas. César Cadaval otro que yo soñaba de pregonero, porque también en el verbo está en el taco-, César, que es la Omaíta de Nervión, el sevillismo militante, la gracia sevillana y sevillista- de quien no ha conocido, ni puede, ni quiere, otro color en su pasión deportiva. Gracias, César. Hay que ver lo que hace invitarte a una manzanilla con tapa de sardinitas fritas… y que pagues tú. Eres tan sevillista, amigo, que si un día Dios no lo quiera- tuvieran que operarte del corazón, tendrían que pedirle permiso al club, porque tocarte a ti el corazón sería trastear en el escudo del Sevilla. Gracias, César. Cien años. Ojú… Mi vida no alcanza tan lejos, ni la de ninguno de nosotros. La mirada se recrea, hoy, extrañada, las fotografías de unos futbolistas del primer cuarto del siglo XX que tienen de tipo de futbolistas, aproximadamente, lo que la niña de El Exorcista tiene de Niño Jesús. Mira uno esas fotos y más que futbolistas parecen aristócratas merendando en el campo en camisa de dormir, sentados como si descansaran, con sombrero y bigotes rizados, gorra y cuasi monóculos. Les falta el café. Vamos, que más que antes de un partido de fútbol parece que los retrataron tomando los baños en Lanjarón. Naturalmente, mi Sevilla, aunque yo sienta en mí sus cien años, no empieza a ser ese Sevilla. Por la misma razón que me costaría decirle tito a uno de los que levantó la Giralda. Y, además, porque el Sevilla, sobre todo, en mí es un nombre, un escudo, una bandera. O sea, una patria. Quiero decir que lo único que sé es que nací con el Sevilla ya puesto. Y aquí sigue. Para mí, el Sevilla es la historia más larga y más contada, la referencia más antigua de todas las historias que me contaban de niño. Antes que saber de un ejército, supe de una alineación; antes que de una batalla, de un Sevilla contra cualquiera; antes que de un patricio romano, de Campanal. Mi madre colocaba estampas de santos junto a una mariposa encendida, en el tocador, aquella alineación celestial que iba del Padre Damián al Cautivo, de la Virgen del Perpetuo Socorro a la Virgen de las Angustias, y yo le restaba harina a la talega para el engrudo con que pegar mis futbolistas en el álbum. De modo que unas noches le rezaba al Padre Damián, ya enfermo de lepra en la isla Molokai, y otras le pedía a Diéguez que no fallara un penalti. Los más viejos que conocí hablaban de un muchacho de por ahí, uno que vino y empezó a darle al césped categoría de flor de la canela. Dicen que la tocaba, la llevaba con el mimo con el que se enseña a andar a un hijo, la escondía como si fuera una bolita de trile y cuando se daban cuenta los contrarios ya iba la cosa 3 a cero. No es andaluz, pero dicen que en los pies tenía las manos del bordador Juan Manuel. ¡Cómo lo contaba Manuel, que se hizo sevillista por él! …Y la pedía, decía dámela y se iba que parecía que el balón era de chapa y corría sobre un imán bajo la yerba… El balón en los pies, la vista larga, y ná del otro mundo: estilizao como una bailarina, pero con cinco diablos en las botas. La cogía, se regateaba hasta el del marcador, y se iba tan niño y tan chulo con el balón y se entretenía en contarle los nudos a la red… Y es que lo hacía hoy, y mañana, y pasao mañana, y cuando quería… Era un chaval, 22 ó 23 años, pero tenía la gracia de Sevilla en los pies y la agilidad de una pantera. 20 ó 22 años. Cuando la cogía y la coronaba, el Sánchez-Pizjuán se le venía encima, aplaudiéndole como si fuera un torero, que era torero, con aquella gracia que tenía jugando. ¿Tú qué sabes, si no has visto jugar a Juanito Arza…?, ¿Es verdad, Juan, que cuando la cogías y la tratabas como el pan que te has de comer luego, y la ponías donde los sueños, el Sánchez-Pizjuán se te venía encima? ¿Y yo no lo vi? ¿Y me voy a morir con la pena de no verte aclamado por el sevillismo, si estás para jugar el domingo? ¡Anda, querido Juan, Juanito, Niño de Oro, ponte de pie, quiebra la timidez, porque este Sánchez-Pizjuán de hoy, este Sánchez-Pizjuán que pisa el Centenario del Sevilla, quiere acordarse de cómo te aplaudía, porque estás regateando al tiempo, le estás rompiendo la cintura a la vejez y, a tus ochenta y tantos, queremos celebrar este gol que le marcas todos los días a la vida: Va por ti este aplauso, maestro. La historia, la memoria. Mi memoria. Mi padre me hablaba de tardes viendo al Sevilla, y en la escuela me hablaban de personajes y pasajes de la historia, y yo tenía un lío entre Guzmán el Bueno y Pepillo… Un lío entre Caín y Ramoní y Enrique… Un lío entre el vuelo del Plus Ultra y las estiradas de Bustos… Un lío entre la esfera de la bola del mundo y el balón… Un lío entre el circo romano y el Sánchez-Pizjuán.… Un lío entre la batalla del Ebro y aquella tarde que se liaron a puñetazos Campanal y Achúcarro contra cinco o seis por una zancadilla… Y un lío entre los hijos de Jacob y los once de mi equipo… De tal manera, esto último, que me ponía a decir Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neptalí, Isacar, Zabulón, Gad, Aser, José y Benjamín, y, sobre la marcha, como si de un partido se tratara, yo, en plan Diego Villalonga, me ponía a cantar: Mut, Santín, Campanal, Valero, Ruiz Sosa, Achúcarro, Agüero, Diéguez, Antoniet, Pereda y Zsalay… ¿Qué se van a creer los hijos de Jacob, que le van a ganar al Sevilla, aunque sean uno más? Y escribía en mi cuaderno: Sevilla, 2; Antiguo Testamento, 0. La pasión. Mi sevillismo se hizo mayor el día que conocí al primer futbolista que después sería y es- mi amigo. Suerte que tiene uno. Suerte de sevillista. El primer futbolista del Sevilla que conocí se llamaba y se llama- Blanco Blanco. Pablo Blanco. ¡Como para cambiar de color! Y se hace rojo de sangre cuando conocí a Enrique Lora, aquel cigarrero que cambió el arrozal por el césped y trabajaba como un trineo en las veras enfangadas que imponía Mack Merkel al pie de José María Negrillo. Se puso el 7 a la espalda y pudo con el mundo. Después vinieron otros. Y, sin consultar, se me vienen nombres: Baby, Paco Gallego, Curro San José, Gustavo Fernández, Antonio Álvarez, Paquito Varela (qué lástima de Paquito Varela), Manolo Jiménez… Y, aunque sin conocerlo, hubo uno que enlutó mi sevillismo y el de todos, una tarde de enero en Pontevedra, cuando la mala suerte pidió el cambio la vida por la muerte- de Pedro Berruezo. Y de las viejas glorias, mi cariño a Manolo Doménech, mi cercanía con López el de los Stuka, mi amistad de ayer con José María Bustos, mi cariño a Manolo Cardo, mi admiración por Valero, Manolo Ruiz Sosa y algunos que andan por ese álbum de la memoria. Después, el sevillismo que crece con la marea cuasi masai de los Biris, canciones para después, y para antes, y durante la guerra de los partidos. Y después, tantos sevillistas de dentro y de fuera. La pasión extraña pasión de la rivalidad- que aprendí de Joaquín, aquel sevillista tan sevillista que le daban un billete de mil pesetas y siempre decía: A ver si pueden ser dos de quinientas, miarma. Tan sevillista, tan rojiblanco, que un día, en un restaurante, cuando el camarero le preguntó:¿Quiere de primero unos pimientos?, respondió: ¿Pimientos? Si los tienes rojos, sí, si no, los pinta.¿Y una lechuguita?No, miarma, no. Las lechugas pa los pájaros perdices. Y se ponía delante de un plato de jamón y decía: ¡Pero tú has visto la gloria del jamón..! ¡Cómo no va a ser el jamón lo mejor del mundo, si cortas una lonchita así, con su listita de tocino por las veras, y parece que te estás comiendo la bandera del Sevilla! Tan sevillista era que, con lo aficionado que era a las mujeres, y a piropearlas, a partir de los cincuenta nadie lo vio jamás seguir con la mirada a una muchacha ni decirle un piropo a ninguna mujer. ¿Que si se me ha ido el celo? ¿A mí se me va a ir el celo ya? Lo que pasa es que me moriría de pena si alguien me dijera por la calle que soy un viejo verde…” Para mí, la historia empieza a contarla en la radio Juan Tribuna, y el Sevilla se me hace club cuando muere don Ramón Sánchez-Pizjuán, que lo contaban los sevillistas como si se hubiera muerto el Sevilla entero. Mucho Sevilla se moría con él, es cierto. Se moría un presidente y se moría un credo, un líder de la religión sevillista. Un señor. Un señor que ya es mucho más que dos apellidos uncidos por un guión, mucho más que el nombre de nuestro estadio, es la memoria de lo bien hecho, la memoria del amor y la entrega. Tanto era en la voz de los sevillistas, que yo creía que las mitras que llevan San Fernando, San Leando y San Isidoro, era una misa de tres padres en el Vaticano del escudo del Sevilla por el alma de don Ramón. La pasión. La pasión es la pasión y como tal hay que entenderla, y como tal hay que vivirla. Pasión sin extremismos beligerantes, pasión sin perder los papeles, pero pasión. Pasar por la vida sin una pasión es cuasi como no haber vivido.La vida sin pasión no sabe a vida. El sevillismo no es no fue nunca- una moda, ni el arrebato fundamentalista que sigue oscuras doctrinas de caducos jomeinis de la oportunidad. El sevillismo es un sentimiento el más viejo de España, por cierto-, un sentimiento único (si hubiera otro igual, yo tendría dos), una identidad, una manera de sentir algo que no sabemos por qué está ahí, tan hondo, más viejo en nosotros que nosotros mismos. Y sobre todo, tan inquebrantable. ¿Por qué soy sevillista? Era yo muy niño. Traigo aquí imagen de una casa humilde de los cincuenta, calor de brasero y de hogar- la voz de mi padre, relatando, con precisión cinematográfica -¡Dios mío, si casi puedo tocar las porterías!, con un aliño oral que juraría saber a qué olía la yerba aquella tarde… Habla mi padre: … Y entonces, el Madrid empezó a atacar. Le echaron una pelota a Gento y Gento cogió la banda que no había quien lo parara. Pero, amigo, salió Campanal detrás de él y… Hace frío. Alguien ha removido el cisco del brasero, más que por encandilar, por ver si ya están tostadas las bellotas. El íntimo comedor huele a bellotas tostadas, y a granadas, y a Ideales. Mi padre fuma Ideales mientras nos cuenta. Esta noche no ha tocado como tantas otras- relato de guerra. Hoy habla del partido que vio hace poco, de aquel partido. Quizá de otra guerra, tan nacional como la otra, pero no es lo mismo. Menos mal. Empiezo a imaginar futbolistas, caras, el campo de fútbol, la grada, el césped, las botas, el balón, lo que sería allí, de espectador, una tarde soleada de domingo de invierno. El sueño se me llenó de estadio, de jugadas, de paradas, de goles, y, como banda sonora de todo lo que imaginaba, el murmullo del gentío. Amanecí con el marcador de la realidad en contra: perdí cuanto soñé. Ahora es una tarde de domingo y de casino. Quizá he ido a darle una razón a mi padre, algo sobre unas aceitunas de molino. Llueve. Para mojarme menos eso creo-, me he ido por la acera, pegado a la pared, entre la cal y los finos barrotes de lluvia que bajan de las canales. Infancia de invierno, enjaulada y libre a un tiempo. Abro la puerta de cristales del casino y recibo el espeso calor de interior, un calor aliñado de cien olores. Huele a café y a alcohol agrio, y huele, dudosamente a pino, el serrín húmedo esparcido por el suelo. En un rincón se desangran de lluvia algunos paraguas. Me abro paso entre piernas de pana y botas de ternera, y en una mesa veo una manilla de bastos gastada de bazas y partidas. Hay voces del camarero y de los clientes. Hay un murmullo, un galimatías como si todos fueran sordos y cada uno de un país. Mal que bien, de fondo, se oye la voz en grito que escapa de la radio. El camarero, sevillista hasta la pena, muerde un puro que va de un lado a otro de la boca con habilidad de trapecista. Pega el oído orientado a la radio, ahora gallo herido que quiquiriquea en la alta repisa. La voz de la radio grita y planea por cima de todos los del bar: ¡Gooooo! Había parado Bustos un terrible chutazo de Mauri, sacó rápido de puerta, la enganchó Juanito Arza, se fue al área a lo suyo. Nada pudo hacer Carmelo. Sevilla, 1, Athleti de Bilbao, 0. Lo cuenta una voz que alguien dijo que era la de Juan Tribuna. ¿Y quién es ese Juan Tribuna que tiene el privilegio de cantar los goles del Sevilla? ¿Se llama así? El camarero coge el puro para reírse y para contar su alegría, vuelve a colocárselo en la boca y vuelve a mordisquearlo, como mordisqueábamos los niños el orozuz, mientras abre el vaporizador de la máquina de café y parece que al casino ha entrado un tren. Suelta indirectas a dos o tres enemigos que machacan más que mueven las fichas del dominó sobre la tapa de mármol de la mesa donde juegan. Mi padre no estaba. Me fui con un gol a favor en el bolsillo mojado. Ahora estoy en el campo, no en el campo de fútbol sino en el de la geoponía, la agricultura. Apenas si ha roto la primavera y estoy en el campo con mi padre, sembrando algodón. Mi padre cava y yo voy echando semillas: cuatro o cinco granos en cada cavada. Es mucha la tierra que tiene que cavar mi padre seis, siete aranzadas-, mucha la semilla que hay que sembrar, mucha la semilla que espera en los sacos, y mi mano calcula días hasta acabar la siembra. Salen muchos días, y muchas cavadas. Mi padre que me conoce, me quiere y sabe de mi impaciencia-, para que el trabajo se me haga más llevadero, me habla de fútbol. Pero ahora no me habla de partidos pasados, me habla y me dice: Este año, cuando recojamos el algodón, te voy a llevar a ver el Sevilla. -¡Sí, pero que sea cuando juegue contra el Real Madrid!-, le pido. Yo tenía ganas de ver un Gento-Campanal. …Y ganarlo. De acuerdo. Contra el Real Madrid. Yo tengo en mi casa un álbum y me sé las alineaciones. Y sé que en el Real Madrid jugará Domínguez, de portero, y en la defensa, Marquitos, Santamaría, Pachín; y en la media, Vidal y otro; y en la delantera, ay, Dios, en la delantera, seguro que estará Di Stéfano, y Puskas, y ese negrito, Didí, y Gento… Ojú, Gento, como te coja Campanal… ¿Y los míos? Los míos, esa cuadrilla que me sé mejor que el Yo, pecador: Mut, Santín, Campanal, Valero, Ruiz Sosa, Achúcarro, Agüero, Diéguez, Antoniet, Pereda y Zsalay. ¿Cuándo jugarán? ¿Quién ganará? Yo quiero que sea en octubre, ya con el algodón recogido, pero queda mucho todavía hasta que llegue esa hora de la nevada del sur, caliente; hasta que parezca que ha nevado en el campo, haya tanta blancura que se enajenen el sol y los pájaros. Mientras siembro, retransmito el partido. Mi padre me oye y sigue cavando, sin entender aún que a su lado ensayaba un lejano locutor de radio. Todos los días, en la siembra, el Madrid acorrala al Sevilla y lo golea, pero cuando faltan diez minutos terminar, en mi locución Juan Tribuna menor de las hazas-, el Sevilla remonta y gana el partido. Así todos los días. Así en la siembra y así, más tarde, ya nacido el algodón, deshermanándolo, y más tarde, regándolo, y más tarde viendo cómo abren las pelotas del algodón y cómo se acercan eso creo- las otras pelotas, las del fútbol, las que veré volar o correr las bandas, cruzando líneas o sesteando en redes. Los balones se me amontonan en la memoria a la espera de ver ese partido. Cuando el algodón apunta el blanco ya sé que el Madrid viene a finales de octubre. Bien. Todo es, hasta ahora, como soñé. Se acerca la recogida y se acerca el partido. ¡Qué impaciencia de blancores en mi niñez! Por si lo olvida que no lo olvida-, se lo recuerdo a mi padre: Dentro de quince días es el partido. Iremos, ¿verdad? Y mi padre: Yo creo que sí, hijo. A ver cómo se da la cosecha, porque parece que no está muy buena. Pero tú no te preocupes, Antonio, hijo, que si no es contra el Madrid, será con otro. No, no. Ni pensarlo. Yo quiero que sea contra el Real Madrid, que sé, porque llevo casi seis meses retransmitiéndolo, hasta cuántos fuera de banda va a haber. Mi padre, una guerra atrás, un horizonte de aparcero en desventaja, unas tierras de vega que dan más trampas que espigas, una mujer y cuatro hijos, mientras yo retransmito, está en otro partido, en un partido que lleva años perdiendo: o se lo ganan las lluvias a destiempo o se lo gana el río; o se lo ganan las plagas o se lo ganan las cuentas del amo, unas cuentas las del amo- que crecen, mientras merman las de mi padre. Yo sueño con que el Sevilla le marque un gol al Madrid en el último minuto y mi padre le pide a Dios que la tierra dé para pagar en la tienda. Yo sueño con que Marquitos zancadillee a Antoniet en el área y mi padre no sabe cómo librarse de las zancadillas que da el campo cuando se pone contrario. Falta una semana para el partido y todavía queda algodón por recoger. El chaparrón que se dejó caer por septiembre ha podrido muchas motas. Mi padre me va preparando en la banda de su impotencia: Antonio, hijo, me parece que vamos a ir otro día, porque ni la cosecha es buena ni vamos a terminar esta semana. En la soledad del campo, lloro, lloro mi frustración, lloro los restos de sueños rotos que se quedan en la soledad del campo como una destrozada ilusión que nunca debí tener. Lloro mirando el horizonte, queriendo con la mirada salir de allí, de las hazas que me encierran los nueve, los diez, los once, los doce años. Miro queriendo llegar muy lejos de allí, irme a un lugar donde los sueños estén más cercanos. Maldigo mi condición de niño pobre, hijo de pobres, amamantado por la escasez y soñando iluso de mí- lo que no pueden soñar más que los niños ricos. Y el campo, mi gran universo, mi pasión, mi maestro, mi gran salvador de los sueños y las ilusiones, mi gran surtidor de imágenes y palabras para después, más tarde, se me entristece, me cae encima como una catástrofe. Mi padre ha perdido su partido y yo el mío. Mi padre echa sacas de algodón al carro y yo bombeo balones imposibles queriendo remontarme a las nubes en un sueño. Lloré como si hubiera perdido mi niñez en un lubricán, y me enjugo las lágrimas con motas de aquel algodón que he sembrado, que he deshermanado, que he regado y que estoy recogiendo amargamente. Mis primeras lágrimas por mi equipo las enjuga un blancor. Todo un símbolo de llorar por un color y que ese color te enjugue el llanto. Llegó el partido y yo me quedé en el campo ese domingo de sol con una ligera brisa. Ni siquiera estoy en el pueblo. No puedo irme al casino a escuchar las voces de los hombres confundidas con el Carrusel Deportivo y la voz que a mí me suena sevillista. El partido empieza a las cinco. Y a las cinco yo no estoy en otra grada que las varas del carro. A las cinco yo no veo más jugadores que los hombres que faenan. A las cinco todo el algodonal blanco, para más pena-, no hay más balón arriba que ese globo dorado del sol maduro del otoño de octubre. A las cinco, tan lorquianamente, se me enluta el algodonal y algo me dice que también se va a perder el partido de esa tarde en Sevilla. ¡Lo que yo daría ahora siquiera por escuchar la radio, por que alguien se acercara al campo a este campo de algodón- a decir que el Sevilla había marcado..! Silencio. Sigue la faena y al lubricán tomamos el camino del pueblo. Cuando llegamos, me voy a buscar a mis amigos, a la plaza, o a hacerme el remolón a la puerta del casino, o a empujar la puerta de cristales de uno de ellos y ver la quiniela que escriben con tiza en una pizarra. Hago esto último, y cuando miro la pizarra se me cae el resto del ánimo: Sevilla, 1; Real Madrid, 3. ¡Yo lo sabía! Yo sabía que ese partido, si yo no iba, se perdía. Yo fui, durante meses, alma de ese partido. Vinieron más años, más algodones y más calendarios de fútbol. Otra vez sembré y retransmití; otra vez coseché con la vieja esperanza. Otra vez vino el Madrid al Sánchez-Pizjuán, y otra vez ganó, o perdió. Los viejos álbumes se sucedían en los cajones. Se fueron algunos futbolistas, se retiraron algunos, vinieron otros. Ya nunca podría ver parar a Mut, nunca vería un salto de Marcelo Campanal por cima de la cabeza del delantero más alto del Madrid, o segando el aire y el balón en las internadas de Gento. Nunca vería cómo Diéguez tiraba los penaltis; nunca el preciosismo de Ruiz Sosa, ya en el Atlético de Madrid; nunca jamás la fuerza y la honradez de Ignacio Achúcarro. Todo mi Sevilla, todos los partidos de mi equipo estaban en mi memoria o en los álbumes cuyas estampitas se fueron soltando, deshojado almanaque de tristeza. Se me deshojó la infancia y en ninguna de sus hojas hubo jamás un marcador de Liga con mi presencia. A mi padre se le fue el campo y se le fue con algodón, con maíz, con tabaco o con trigo- ganándole por goleada. A mí se me fue la infancia sin haberse vestido de futbolista, sin ver una tarde de domingo de Liga en el Sánchez-Pizjuán. A mí se me fue la infancia y nunca pude parar el balón de trapo de la pobreza. Quizá por esto, una tarde, niño todavía, soñando con todo aquello, jugando solo en el corral de mi casa, no sé por qué cogí un trozo de carbón y pinte un escudo en la tapia. Debajo escribí: ¡Viva el Sevilla! Hace muchos años de esto, pero aún no he borrado ese letrero de la tapia de mi vida. Ni lo pienso borrar, porque hay sueños que valen más que todas las realidades. He dicho que pinté un escudo. ¡Cómo no voy a ser sevillista si aprendí a pintar el escudo del Sevilla antes que el mapa de España! Nunca supe pintar el mapa de España sin que se pareciera al perfil de un pavo que moqueaba por los Pirineos, alzaba la cola por Galicia y asentaba las patas en el Estrecho de Gibraltar. Pero el escudo del Sevilla… El escudo del Sevilla lo pintaba yo hasta en el hule de la mesa del comedor, que así estaba el hule, que se ponía un potaje de garbanzos y saltaban como balones. El escudo. ¿Qué es el escudo? ¿Cómo puede alegrar tanto un símbolo? ¿Cómo puede uno identificarse tanto con unas franjas cal y sangre-, el retablo de la citada misa de tres padres en el Vaticano de Nervión, tres consonantes entrelazadas y un balón en el centro? El escudo. Mi escudo. El escudo del Sevilla, éste, el tuyo, Sevilla… No sé lo que tiene, pero… Se acuestan dos medias lunas que bajan para juntarse perfecta línea,que al darse, cierra un siglo de fortuna. Once barras, blancas unas, rojas otras. No lo dudo, me queda el pecho viudo si me quito tu razón, que más que mi corazón a mí me late tu escudo. Un símbolo manifiesto, una clara identidad, cuasi, cuasi santidad para el que te lleva puesto. Siempre tu orgullo enhiesto, firme aquí, ajustado nudo. Prefiero quedarme mudo antes que negarte a tí que lo mejor que sentí lo sentí por este escudo. ¡Qué primavera destapa este azahar rojiblanco! ¡Qué otoño si me lo arranco del ojal de mi solapa! Ninguna sombra lo tapa. Nadie puede, nadie pudo, desteñir este menudo símbolo de mi pasión. Morirá mi corazón pero quedará tu escudo. Cien años. Un nombre, un escudo, una pasión. Cien años. Cien años, ¿y nada más? No. Y más cosas. Y cien Giraldas de oro que se levanten al cielo y repiquen para tí en el bronce de los tiempos. Cien Guadalquivires, cien, para tenderse de espejo donde mirarse el perfil de tu sevillismo excelso. Cien Guadalquivires, cien, que lleguen a tí subiendo caminos desde Sanlúcar, alhajados de veleros, perfumados de mareas de indianos descubrimientos. Cien Alcázares cristianos donde se duerme el silencio entre arrayanes y sombras, entre palmeras al viento, entre estanques y jardines donde se hilvanan los versos de los poetas más hondos, de los poetas eternos, al pie de los surtidores que pespuntean el terno del aire que da a la rosa olor y color y aliento. Cien Torres del Oro,cien, almenadas de requiebros, rendidas ante tu nombre con un canto marinero. Cien Trianas alfareras modelándote cien sueños en el barro sevillista que proclama tu universo. Cien Trianas cantaoras golpeando yunques recios desangrando seguiriyas de los gitanos más viejos. Cien Trianas marineras en cien velas escribiendo tu solo nombre, Sevilla, río abajo, sueño adentro. Cien lunas de abril, cien lunas finas en el firmamento, mirándote, plateando los cien años que te cuento. Cien lunas de la Pasión del sevillano Evangelio para iluminar caminos por donde va tu misterio, por donde va tu pasión, por donde van costaleros que alzan al Cielo tu nombre y lo dejan en el Cielo. Cien Esperanzas que encienden cien caminos de cien sueños. Cien Santa Cruz que se estrechen como se estrechan los besos para abrazarse a tu nombre cal y jazmín, luz y fuego. Cien Maestranzas vestidas de cien abriles de albero. Cien verónicas ceñidas al anillo de tu cuerpo y cien pasodobles, cien, para tu paso perfecto. Cien siglos para decirte cien veces lo que ahora siento. Cien manos, Sevilla, cien, para seguir sosteniendo tu nombre sobre el amor de la sangre que ahora enciendo. Cien corazones en uno que haga corazones nuevos y cien voces en mi voz para decirte: ¡Te quiero! He dicho.Pregón del Centenario del Sevilla FC, pronunciado por Antonio García Barbeito (Teatro Lope de Vega, Sevilla, 9/10/2005) No tengo cambio a la vista: sevillista yo nací y moriré sevillista. Si dibujo la Giralda y un cielo azul por arriba, la rocío de azahar y de vieja sangre artista, le pongo un río a sus pies y pongo versos de orillas, la pongo frente a la luz y hasta la luz siente envidia, y echo a rodar un balón por un Nervión futbolista, el fútbol se hace pasión que no golpea, acaricia. Blanquirrojea en el sur la pasión definitiva. Y por más que otros se empeñen en volcar ortografías y escriban siempre con be lo que es con uve inequívoca, esta ciudad, esta mujer, esta gloria fugitiva solamente tiene un nombre con siete letras: SEVILLA. Cien años cumples, mi amor, mas tienes la gran virtud de vivir en juventud como eternizada flor. Blanquirrojo tu color, vives del tiempo testigo. yo te sueño y te persigo con la única intención de dejar mi corazón cumpliendo siglos contigo. ¿Qué hago, enciendo cien velas y te pido: «Sopla, sopla», ¿o encargo al cielo una copla cantada por cien abuelas? Vístete de lentejuelas, y óyeme lo que te digo: hazle un sitio por tu abrigo a mi amor desmesurado: quiero quedarme a tu lado cumpliendo siglos contigo. Cientos de silencios tuyos se han venido hasta el octubre a ver si tu amor los cubre con su delicado arrullo. ¿Oyes, mi amor, el murmullo que está hoy aquí conmigo? ¿Oyes la emoción? Te obligo, lo merece esta afición, a que dejes su pasión cumpliendo siglos contigo. ¿Qué cielo quieres que baje a rodear tu cintura? ¿Qué jardín, de qué locura, para rizarte de encaje? Mira la pasión que traje en el nombre más amigo. Aquí siguen, aquí sigo, aquí estamos, a la vista, una pasión sevillista que quiere morir contigo. ¿Regalos de qué tamaños para celebrarte a ti, en qué alfombra andalusí paseamos tus cien años? ¿Con qué telas, con qué paños tu nombre no desabrigo, para que pueda tu trigo seguir dándonos espigas hasta donde tú nos digas, siglos tras siglos contigo? Déjame que hoy yo me vista, por lo de tu centenario, con mi traje de diario, mi condición sevillista. No se presta, se conquista tan preciada maravilla. Y es tan alta y tan sencilla, que para sentirme hombre a mí me basta tu nombre sonándome aquí: Sevilla. Señor presidente del Sevilla F.C., señores consejeros, señores del Comité Organizador, amigos, sevillistas, bienvenidos. Gracias. Como sevillista, nunca pude aspirar a más que estar hoy aquí. No estoy solo, me acompañan muchas personas, las mismas que me han ido trayendo, que me han traído. Me acompaña mi padre, tan lejano; me acompaña mi madre, tan sevillista («…Ni lo nombres, me ha dicho»), muchos amigos. Y mi sevillismo de la Aznalcázar de mi niñez, y el sevillismo del Gines de mi juventud, y el sevillismo de la cercanía al club, aquel sevillismo insomne que se inicia en los setenta en Pedro Marco y Gregorio, pasa por mi hermano Jesús jugando en el Sevilla Atlético, pasa por Radio Sevilla con Rosa Hidalgo del brazo y sigue hasta, hoy pasando por Pepe Castillo y cien sevillistas más. Le agradezco al club, al Comité organizador y al presidente este nombramiento, que me regala el honor de la palabra en una fecha tan señalada para el sevillismo. Me gustaría poder estar ahí abajo, si él viviera. Para disfrutar de la mejor prosa, de la pasión sin límites (y sin esconder su inclinación). Digo él y digo el que mejor escribía del Sevilla (y de más cosas), el que mojaba la pluma en el corazón y le salían trazos que llevaban puesta la camiseta del Sevilla. Si él viviera, yo no hubiese sido capaz de subir aquí, porque hay que ver cómo escribía y cómo era de sevillista. Seguro que en su cielo ya habrá convencido a Dios para que en el costado de la llaga lleve el escudo del Sevilla, porque para él era una llaga viva el escudo. Seguro que ha organizado una cantera en el limbo, con los angelitos, y allí se va por las tardes, en plan Pepe Alfaro, a ver si hay uno que destaque,o sea, que juegue como los ángeles- para ofrecérselo al club. Seguro que ya ha convencido a las siete mil Vírgenes para que medien y habiliten ,ni cielo, ni purgatorio ni infierno- una parcela ,la más hermosa grada alta- para cuando subamos los sevillistas. Hoy estoy aquí porque no está, y cuánto lo siento, mi admirado y querido José Antonio Blázquez. Pero estoy. Porque también me empujó hace más de un año el ánimo de mi querido Paco Artacho, que se empeñó en que yo fuera pregonero. Y más gentes, más amigos que están, que estáis, ahí sentado. Y como al César hay que darle lo que es del César (ya lo dice la Biblia: A Jorge lo que es de Jorge y al César lo que es del César), también me ha traído una palabra amiga, desmesurada, como todas las palabras amigas. César Cadaval otro que yo soñaba de pregonero, porque también en el verbo está en el taco-, César, que es la Omaíta de Nervión, el sevillismo militante, la gracia sevillana y sevillista- de quien no ha conocido, ni puede, ni quiere, otro color en su pasión deportiva. Gracias, César. Hay que ver lo que hace invitarte a una manzanilla con tapa de sardinitas fritas… y que pagues tú. Eres tan sevillista, amigo, que si un día Dios no lo quiera- tuvieran que operarte del corazón, tendrían que pedirle permiso al club, porque tocarte a ti el corazón sería trastear en el escudo del Sevilla. Gracias, César. Cien años. Ojú… Mi vida no alcanza tan lejos, ni la de ninguno de nosotros. La mirada se recrea, hoy, extrañada, las fotografías de unos futbolistas del primer cuarto del siglo XX que tienen de tipo de futbolistas, aproximadamente, lo que la niña de El Exorcista tiene de Niño Jesús. Mira uno esas fotos y más que futbolistas parecen aristócratas merendando en el campo en camisa de dormir, sentados como si descansaran, con sombrero y bigotes rizados, gorra y cuasi monóculos. Les falta el café. Vamos, que más que antes de un partido de fútbol parece que los retrataron tomando los baños en Lanjarón. Naturalmente, mi Sevilla, aunque yo sienta en mí sus cien años, no empieza a ser ese Sevilla. Por la misma razón que me costaría decirle tito a uno de los que levantó la Giralda. Y, además, porque el Sevilla, sobre todo, en mí es un nombre, un escudo, una bandera. O sea, una patria. Quiero decir que lo único que sé es que nací con el Sevilla ya puesto. Y aquí sigue. Para mí, el Sevilla es la historia más larga y más contada, la referencia más antigua de todas las historias que me contaban de niño. Antes que saber de un ejército, supe de una alineación; antes que de una batalla, de un Sevilla contra cualquiera; antes que de un patricio romano, de Campanal. Mi madre colocaba estampas de santos junto a una mariposa encendida, en el tocador, aquella alineación celestial que iba del Padre Damián al Cautivo, de la Virgen del Perpetuo Socorro a la Virgen de las Angustias, y yo le restaba harina a la talega para el engrudo con que pegar mis futbolistas en el álbum. De modo que unas noches le rezaba al Padre Damián, ya enfermo de lepra en la isla Molokai, y otras le pedía a Diéguez que no fallara un penalti. Los más viejos que conocí hablaban de un muchacho de por ahí, uno que vino y empezó a darle al césped categoría de flor de la canela. Dicen que la tocaba, la llevaba con el mimo con el que se enseña a andar a un hijo, la escondía como si fuera una bolita de trile y cuando se daban cuenta los contrarios ya iba la cosa 3 a cero. No es andaluz, pero dicen que en los pies tenía las manos del bordador Juan Manuel. ¡Cómo lo contaba Manuel, que se hizo sevillista por él! …Y la pedía, decía dámela y se iba que parecía que el balón era de chapa y corría sobre un imán bajo la yerba… El balón en los pies, la vista larga, y ná del otro mundo: estilizao como una bailarina, pero con cinco diablos en las botas. La cogía, se regateaba hasta el del marcador, y se iba tan niño y tan chulo con el balón y se entretenía en contarle los nudos a la red… Y es que lo hacía hoy, y mañana, y pasao mañana, y cuando quería… Era un chaval, 22 ó 23 años, pero tenía la gracia de Sevilla en los pies y la agilidad de una pantera. 20 ó 22 años. Cuando la cogía y la coronaba, el Sánchez-Pizjuán se le venía encima, aplaudiéndole como si fuera un torero, que era torero, con aquella gracia que tenía jugando. ¿Tú qué sabes, si no has visto jugar a Juanito Arza…?, ¿Es verdad, Juan, que cuando la cogías y la tratabas como el pan que te has de comer luego, y la ponías donde los sueños, el Sánchez-Pizjuán se te venía encima? ¿Y yo no lo vi? ¿Y me voy a morir con la pena de no verte aclamado por el sevillismo, si estás para jugar el domingo? ¡Anda, querido Juan, Juanito, Niño de Oro, ponte de pie, quiebra la timidez, porque este Sánchez-Pizjuán de hoy, este Sánchez-Pizjuán que pisa el Centenario del Sevilla, quiere acordarse de cómo te aplaudía, porque estás regateando al tiempo, le estás rompiendo la cintura a la vejez y, a tus ochenta y tantos, queremos celebrar este gol que le marcas todos los días a la vida: Va por ti este aplauso, maestro. La historia, la memoria. Mi memoria. Mi padre me hablaba de tardes viendo al Sevilla, y en la escuela me hablaban de personajes y pasajes de la historia, y yo tenía un lío entre Guzmán el Bueno y Pepillo… Un lío entre Caín y Ramoní y Enrique… Un lío entre el vuelo del Plus Ultra y las estiradas de Bustos… Un lío entre la esfera de la bola del mundo y el balón… Un lío entre el circo romano y el Sánchez-Pizjuán.… Un lío entre la batalla del Ebro y aquella tarde que se liaron a puñetazos Campanal y Achúcarro contra cinco o seis por una zancadilla… Y un lío entre los hijos de Jacob y los once de mi equipo… De tal manera, esto último, que me ponía a decir Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neptalí, Isacar, Zabulón, Gad, Aser, José y Benjamín, y, sobre la marcha, como si de un partido se tratara, yo, en plan Diego Villalonga, me ponía a cantar: Mut, Santín, Campanal, Valero, Ruiz Sosa, Achúcarro, Agüero, Diéguez, Antoniet, Pereda y Zsalay… ¿Qué se van a creer los hijos de Jacob, que le van a ganar al Sevilla, aunque sean uno más? Y escribía en mi cuaderno: Sevilla, 2; Antiguo Testamento, 0. La pasión. Mi sevillismo se hizo mayor el día que conocí al primer futbolista que después sería y es- mi amigo. Suerte que tiene uno. Suerte de sevillista. El primer futbolista del Sevilla que conocí se llamaba y se llama- Blanco Blanco. Pablo Blanco. ¡Como para cambiar de color! Y se hace rojo de sangre cuando conocí a Enrique Lora, aquel cigarrero que cambió el arrozal por el césped y trabajaba como un trineo en las veras enfangadas que imponía Mack Merkel al pie de José María Negrillo. Se puso el 7 a la espalda y pudo con el mundo. Después vinieron otros. Y, sin consultar, se me vienen nombres: Baby, Paco Gallego, Curro San José, Gustavo Fernández, Antonio Álvarez, Paquito Varela (qué lástima de Paquito Varela), Manolo Jiménez… Y, aunque sin conocerlo, hubo uno que enlutó mi sevillismo y el de todos, una tarde de enero en Pontevedra, cuando la mala suerte pidió el cambio la vida por la muerte- de Pedro Berruezo. Y de las viejas glorias, mi cariño a Manolo Doménech, mi cercanía con López el de los Stuka, mi amistad de ayer con José María Bustos, mi cariño a Manolo Cardo, mi admiración por Valero, Manolo Ruiz Sosa y algunos que andan por ese álbum de la memoria. Después, el sevillismo que crece con la marea cuasi masai de los Biris, canciones para después, y para antes, y durante la guerra de los partidos. Y después, tantos sevillistas de dentro y de fuera. La pasión extraña pasión de la rivalidad- que aprendí de Joaquín, aquel sevillista tan sevillista que le daban un billete de mil pesetas y siempre decía: A ver si pueden ser dos de quinientas, miarma. Tan sevillista, tan rojiblanco, que un día, en un restaurante, cuando el camarero le preguntó:¿Quiere de primero unos pimientos?, respondió: ¿Pimientos? Si los tienes rojos, sí, si no, los pinta.¿Y una lechuguita?No, miarma, no. Las lechugas pa los pájaros perdices. Y se ponía delante de un plato de jamón y decía: ¡Pero tú has visto la gloria del jamón..! ¡Cómo no va a ser el jamón lo mejor del mundo, si cortas una lonchita así, con su listita de tocino por las veras, y parece que te estás comiendo la bandera del Sevilla! Tan sevillista era que, con lo aficionado que era a las mujeres, y a piropearlas, a partir de los cincuenta nadie lo vio jamás seguir con la mirada a una muchacha ni decirle un piropo a ninguna mujer. ¿Que si se me ha ido el celo? ¿A mí se me va a ir el celo ya? Lo que pasa es que me moriría de pena si alguien me dijera por la calle que soy un viejo verde…” Para mí, la historia empieza a contarla en la radio Juan Tribuna, y el Sevilla se me hace club cuando muere don Ramón Sánchez-Pizjuán, que lo contaban los sevillistas como si se hubiera muerto el Sevilla entero. Mucho Sevilla se moría con él, es cierto. Se moría un presidente y se moría un credo, un líder de la religión sevillista. Un señor. Un señor que ya es mucho más que dos apellidos uncidos por un guión, mucho más que el nombre de nuestro estadio, es la memoria de lo bien hecho, la memoria del amor y la entrega. Tanto era en la voz de los sevillistas, que yo creía que las mitras que llevan San Fernando, San Leando y San Isidoro, era una misa de tres padres en el Vaticano del escudo del Sevilla por el alma de don Ramón. La pasión. La pasión es la pasión y como tal hay que entenderla, y como tal hay que vivirla. Pasión sin extremismos beligerantes, pasión sin perder los papeles, pero pasión. Pasar por la vida sin una pasión es cuasi como no haber vivido.La vida sin pasión no sabe a vida. El sevillismo no es no fue nunca- una moda, ni el arrebato fundamentalista que sigue oscuras doctrinas de caducos jomeinis de la oportunidad. El sevillismo es un sentimiento el más viejo de España, por cierto-, un sentimiento único (si hubiera otro igual, yo tendría dos), una identidad, una manera de sentir algo que no sabemos por qué está ahí, tan hondo, más viejo en nosotros que nosotros mismos. Y sobre todo, tan inquebrantable. ¿Por qué soy sevillista? Era yo muy niño. Traigo aquí imagen de una casa humilde de los cincuenta, calor de brasero y de hogar- la voz de mi padre, relatando, con precisión cinematográfica -¡Dios mío, si casi puedo tocar las porterías!, con un aliño oral que juraría saber a qué olía la yerba aquella tarde… Habla mi padre: … Y entonces, el Madrid empezó a atacar. Le echaron una pelota a Gento y Gento cogió la banda que no había quien lo parara. Pero, amigo, salió Campanal detrás de él y… Hace frío. Alguien ha removido el cisco del brasero, más que por encandilar, por ver si ya están tostadas las bellotas. El íntimo comedor huele a bellotas tostadas, y a granadas, y a Ideales. Mi padre fuma Ideales mientras nos cuenta. Esta noche no ha tocado como tantas otras- relato de guerra. Hoy habla del partido que vio hace poco, de aquel partido. Quizá de otra guerra, tan nacional como la otra, pero no es lo mismo. Menos mal. Empiezo a imaginar futbolistas, caras, el campo de fútbol, la grada, el césped, las botas, el balón, lo que sería allí, de espectador, una tarde soleada de domingo de invierno. El sueño se me llenó de estadio, de jugadas, de paradas, de goles, y, como banda sonora de todo lo que imaginaba, el murmullo del gentío. Amanecí con el marcador de la realidad en contra: perdí cuanto soñé. Ahora es una tarde de domingo y de casino. Quizá he ido a darle una razón a mi padre, algo sobre unas aceitunas de molino. Llueve. Para mojarme menos eso creo-, me he ido por la acera, pegado a la pared, entre la cal y los finos barrotes de lluvia que bajan de las canales. Infancia de invierno, enjaulada y libre a un tiempo. Abro la puerta de cristales del casino y recibo el espeso calor de interior, un calor aliñado de cien olores. Huele a café y a alcohol agrio, y huele, dudosamente a pino, el serrín húmedo esparcido por el suelo. En un rincón se desangran de lluvia algunos paraguas. Me abro paso entre piernas de pana y botas de ternera, y en una mesa veo una manilla de bastos gastada de bazas y partidas. Hay voces del camarero y de los clientes. Hay un murmullo, un galimatías como si todos fueran sordos y cada uno de un país. Mal que bien, de fondo, se oye la voz en grito que escapa de la radio. El camarero, sevillista hasta la pena, muerde un puro que va de un lado a otro de la boca con habilidad de trapecista. Pega el oído orientado a la radio, ahora gallo herido que quiquiriquea en la alta repisa. La voz de la radio grita y planea por cima de todos los del bar: ¡Gooooo! Había parado Bustos un terrible chutazo de Mauri, sacó rápido de puerta, la enganchó Juanito Arza, se fue al área a lo suyo. Nada pudo hacer Carmelo. Sevilla, 1, Athleti de Bilbao, 0. Lo cuenta una voz que alguien dijo que era la de Juan Tribuna. ¿Y quién es ese Juan Tribuna que tiene el privilegio de cantar los goles del Sevilla? ¿Se llama así? El camarero coge el puro para reírse y para contar su alegría, vuelve a colocárselo en la boca y vuelve a mordisquearlo, como mordisqueábamos los niños el orozuz, mientras abre el vaporizador de la máquina de café y parece que al casino ha entrado un tren. Suelta indirectas a dos o tres enemigos que machacan más que mueven las fichas del dominó sobre la tapa de mármol de la mesa donde juegan. Mi padre no estaba. Me fui con un gol a favor en el bolsillo mojado. Ahora estoy en el campo, no en el campo de fútbol sino en el de la geoponía, la agricultura. Apenas si ha roto la primavera y estoy en el campo con mi padre, sembrando algodón. Mi padre cava y yo voy echando semillas: cuatro o cinco granos en cada cavada. Es mucha la tierra que tiene que cavar mi padre seis, siete aranzadas-, mucha la semilla que hay que sembrar, mucha la semilla que espera en los sacos, y mi mano calcula días hasta acabar la siembra. Salen muchos días, y muchas cavadas. Mi padre que me conoce, me quiere y sabe de mi impaciencia-, para que el trabajo se me haga más llevadero, me habla de fútbol. Pero ahora no me habla de partidos pasados, me habla y me dice: Este año, cuando recojamos el algodón, te voy a llevar a ver el Sevilla. -¡Sí, pero que sea cuando juegue contra el Real Madrid!-, le pido. Yo tenía ganas de ver un Gento-Campanal. …Y ganarlo. De acuerdo. Contra el Real Madrid. Yo tengo en mi casa un álbum y me sé las alineaciones. Y sé que en el Real Madrid jugará Domínguez, de portero, y en la defensa, Marquitos, Santamaría, Pachín; y en la media, Vidal y otro; y en la delantera, ay, Dios, en la delantera, seguro que estará Di Stéfano, y Puskas, y ese negrito, Didí, y Gento… Ojú, Gento, como te coja Campanal… ¿Y los míos? Los míos, esa cuadrilla que me sé mejor que el Yo, pecador: Mut, Santín, Campanal, Valero, Ruiz Sosa, Achúcarro, Agüero, Diéguez, Antoniet, Pereda y Zsalay. ¿Cuándo jugarán? ¿Quién ganará? Yo quiero que sea en octubre, ya con el algodón recogido, pero queda mucho todavía hasta que llegue esa hora de la nevada del sur, caliente; hasta que parezca que ha nevado en el campo, haya tanta blancura que se enajenen el sol y los pájaros. Mientras siembro, retransmito el partido. Mi padre me oye y sigue cavando, sin entender aún que a su lado ensayaba un lejano locutor de radio. Todos los días, en la siembra, el Madrid acorrala al Sevilla y lo golea, pero cuando faltan diez minutos terminar, en mi locución Juan Tribuna menor de las hazas-, el Sevilla remonta y gana el partido. Así todos los días. Así en la siembra y así, más tarde, ya nacido el algodón, deshermanándolo, y más tarde, regándolo, y más tarde viendo cómo abren las pelotas del algodón y cómo se acercan eso creo- las otras pelotas, las del fútbol, las que veré volar o correr las bandas, cruzando líneas o sesteando en redes. Los balones se me amontonan en la memoria a la espera de ver ese partido. Cuando el algodón apunta el blanco ya sé que el Madrid viene a finales de octubre. Bien. Todo es, hasta ahora, como soñé. Se acerca la recogida y se acerca el partido. ¡Qué impaciencia de blancores en mi niñez! Por si lo olvida que no lo olvida-, se lo recuerdo a mi padre: Dentro de quince días es el partido. Iremos, ¿verdad? Y mi padre: Yo creo que sí, hijo. A ver cómo se da la cosecha, porque parece que no está muy buena. Pero tú no te preocupes, Antonio, hijo, que si no es contra el Madrid, será con otro. No, no. Ni pensarlo. Yo quiero que sea contra el Real Madrid, que sé, porque llevo casi seis meses retransmitiéndolo, hasta cuántos fuera de banda va a haber. Mi padre, una guerra atrás, un horizonte de aparcero en desventaja, unas tierras de vega que dan más trampas que espigas, una mujer y cuatro hijos, mientras yo retransmito, está en otro partido, en un partido que lleva años perdiendo: o se lo ganan las lluvias a destiempo o se lo gana el río; o se lo ganan las plagas o se lo ganan las cuentas del amo, unas cuentas las del amo- que crecen, mientras merman las de mi padre. Yo sueño con que el Sevilla le marque un gol al Madrid en el último minuto y mi padre le pide a Dios que la tierra dé para pagar en la tienda. Yo sueño con que Marquitos zancadillee a Antoniet en el área y mi padre no sabe cómo librarse de las zancadillas que da el campo cuando se pone contrario. Falta una semana para el partido y todavía queda algodón por recoger. El chaparrón que se dejó caer por septiembre ha podrido muchas motas. Mi padre me va preparando en la banda de su impotencia: Antonio, hijo, me parece que vamos a ir otro día, porque ni la cosecha es buena ni vamos a terminar esta semana. En la soledad del campo, lloro, lloro mi frustración, lloro los restos de sueños rotos que se quedan en la soledad del campo como una destrozada ilusión que nunca debí tener. Lloro mirando el horizonte, queriendo con la mirada salir de allí, de las hazas que me encierran los nueve, los diez, los once, los doce años. Miro queriendo llegar muy lejos de allí, irme a un lugar donde los sueños estén más cercanos. Maldigo mi condición de niño pobre, hijo de pobres, amamantado por la escasez y soñando iluso de mí- lo que no pueden soñar más que los niños ricos. Y el campo, mi gran universo, mi pasión, mi maestro, mi gran salvador de los sueños y las ilusiones, mi gran surtidor de imágenes y palabras para después, más tarde, se me entristece, me cae encima como una catástrofe. Mi padre ha perdido su partido y yo el mío. Mi padre echa sacas de algodón al carro y yo bombeo balones imposibles queriendo remontarme a las nubes en un sueño. Lloré como si hubiera perdido mi niñez en un lubricán, y me enjugo las lágrimas con motas de aquel algodón que he sembrado, que he deshermanado, que he regado y que estoy recogiendo amargamente. Mis primeras lágrimas por mi equipo las enjuga un blancor. Todo un símbolo de llorar por un color y que ese color te enjugue el llanto. Llegó el partido y yo me quedé en el campo ese domingo de sol con una ligera brisa. Ni siquiera estoy en el pueblo. No puedo irme al casino a escuchar las voces de los hombres confundidas con el Carrusel Deportivo y la voz que a mí me suena sevillista. El partido empieza a las cinco. Y a las cinco yo no estoy en otra grada que las varas del carro. A las cinco yo no veo más jugadores que los hombres que faenan. A las cinco todo el algodonal blanco, para más pena-, no hay más balón arriba que ese globo dorado del sol maduro del otoño de octubre. A las cinco, tan lorquianamente, se me enluta el algodonal y algo me dice que también se va a perder el partido de esa tarde en Sevilla. ¡Lo que yo daría ahora siquiera por escuchar la radio, por que alguien se acercara al campo a este campo de algodón- a decir que el Sevilla había marcado..! Silencio. Sigue la faena y al lubricán tomamos el camino del pueblo. Cuando llegamos, me voy a buscar a mis amigos, a la plaza, o a hacerme el remolón a la puerta del casino, o a empujar la puerta de cristales de uno de ellos y ver la quiniela que escriben con tiza en una pizarra. Hago esto último, y cuando miro la pizarra se me cae el resto del ánimo: Sevilla, 1; Real Madrid, 3. ¡Yo lo sabía! Yo sabía que ese partido, si yo no iba, se perdía. Yo fui, durante meses, alma de ese partido. Vinieron más años, más algodones y más calendarios de fútbol. Otra vez sembré y retransmití; otra vez coseché con la vieja esperanza. Otra vez vino el Madrid al Sánchez-Pizjuán, y otra vez ganó, o perdió. Los viejos álbumes se sucedían en los cajones. Se fueron algunos futbolistas, se retiraron algunos, vinieron otros. Ya nunca podría ver parar a Mut, nunca vería un salto de Marcelo Campanal por cima de la cabeza del delantero más alto del Madrid, o segando el aire y el balón en las internadas de Gento. Nunca vería cómo Diéguez tiraba los penaltis; nunca el preciosismo de Ruiz Sosa, ya en el Atlético de Madrid; nunca jamás la fuerza y la honradez de Ignacio Achúcarro. Todo mi Sevilla, todos los partidos de mi equipo estaban en mi memoria o en los álbumes cuyas estampitas se fueron soltando, deshojado almanaque de tristeza. Se me deshojó la infancia y en ninguna de sus hojas hubo jamás un marcador de Liga con mi presencia. A mi padre se le fue el campo y se le fue con algodón, con maíz, con tabaco o con trigo- ganándole por goleada. A mí se me fue la infancia sin haberse vestido de futbolista, sin ver una tarde de domingo de Liga en el Sánchez-Pizjuán. A mí se me fue la infancia y nunca pude parar el balón de trapo de la pobreza. Quizá por esto, una tarde, niño todavía, soñando con todo aquello, jugando solo en el corral de mi casa, no sé por qué cogí un trozo de carbón y pinte un escudo en la tapia. Debajo escribí: ¡Viva el Sevilla! Hace muchos años de esto, pero aún no he borrado ese letrero de la tapia de mi vida. Ni lo pienso borrar, porque hay sueños que valen más que todas las realidades. He dicho que pinté un escudo. ¡Cómo no voy a ser sevillista si aprendí a pintar el escudo del Sevilla antes que el mapa de España! Nunca supe pintar el mapa de España sin que se pareciera al perfil de un pavo que moqueaba por los Pirineos, alzaba la cola por Galicia y asentaba las patas en el Estrecho de Gibraltar. Pero el escudo del Sevilla… El escudo del Sevilla lo pintaba yo hasta en el hule de la mesa del comedor, que así estaba el hule, que se ponía un potaje de garbanzos y saltaban como balones. El escudo. ¿Qué es el escudo? ¿Cómo puede alegrar tanto un símbolo? ¿Cómo puede uno identificarse tanto con unas franjas cal y sangre-, el retablo de la citada misa de tres padres en el Vaticano de Nervión, tres consonantes entrelazadas y un balón en el centro? El escudo. Mi escudo. El escudo del Sevilla, éste, el tuyo, Sevilla… No sé lo que tiene, pero… Se acuestan dos medias lunas que bajan para juntarse perfecta línea,que al darse, cierra un siglo de fortuna. Once barras, blancas unas, rojas otras. No lo dudo, me queda el pecho viudo si me quito tu razón, que más que mi corazón a mí me late tu escudo. Un símbolo manifiesto, una clara identidad, cuasi, cuasi santidad para el que te lleva puesto. Siempre tu orgullo enhiesto, firme aquí, ajustado nudo. Prefiero quedarme mudo antes que negarte a tí que lo mejor que sentí lo sentí por este escudo. ¡Qué primavera destapa este azahar rojiblanco! ¡Qué otoño si me lo arranco del ojal de mi solapa! Ninguna sombra lo tapa. Nadie puede, nadie pudo, desteñir este menudo símbolo de mi pasión. Morirá mi corazón pero quedará tu escudo. Cien años. Un nombre, un escudo, una pasión. Cien años. Cien años, ¿y nada más? No. Y más cosas. Y cien Giraldas de oro que se levanten al cielo y repiquen para tí en el bronce de los tiempos. Cien Guadalquivires, cien, para tenderse de espejo donde mirarse el perfil de tu sevillismo excelso. Cien Guadalquivires, cien, que lleguen a tí subiendo caminos desde Sanlúcar, alhajados de veleros, perfumados de mareas de indianos descubrimientos. Cien Alcázares cristianos donde se duerme el silencio entre arrayanes y sombras, entre palmeras al viento, entre estanques y jardines donde se hilvanan los versos de los poetas más hondos, de los poetas eternos, al pie de los surtidores que pespuntean el terno del aire que da a la rosa olor y color y aliento. Cien Torres del Oro,cien, almenadas de requiebros, rendidas ante tu nombre con un canto marinero. Cien Trianas alfareras modelándote cien sueños en el barro sevillista que proclama tu universo. Cien Trianas cantaoras golpeando yunques recios desangrando seguiriyas de los gitanos más viejos. Cien Trianas marineras en cien velas escribiendo tu solo nombre, Sevilla, río abajo, sueño adentro. Cien lunas de abril, cien lunas finas en el firmamento, mirándote, plateando los cien años que te cuento. Cien lunas de la Pasión del sevillano Evangelio para iluminar caminos por donde va tu misterio, por donde va tu pasión, por donde van costaleros que alzan al Cielo tu nombre y lo dejan en el Cielo. Cien Esperanzas que encienden cien caminos de cien sueños. Cien Santa Cruz que se estrechen como se estrechan los besos para abrazarse a tu nombre cal y jazmín, luz y fuego. Cien Maestranzas vestidas de cien abriles de albero. Cien verónicas ceñidas al anillo de tu cuerpo y cien pasodobles, cien, para tu paso perfecto. Cien siglos para decirte cien veces lo que ahora siento. Cien manos, Sevilla, cien, para seguir sosteniendo tu nombre sobre el amor de la sangre que ahora enciendo. Cien corazones en uno que haga corazones nuevos y cien voces en mi voz para decirte: ¡Te quiero! He dicho.